Es
En
Del 2 al 29 de agosto 2013
Voluptuosidad

Defendiendo altiva tu indómita tribu
fuiste prisionera;
condenada a muerte, ya estaba tu cuerpo
envuelto en la hoguera,
y en tanto las llamas lo estaban quemando
en roja corola se fue transformando.
La noche piadosa cubrió tu dolor
y el alba asombrada
miró tu martirio hecho ceibo en flor.

Fragmento de Anahí, canción de Osvaldo Sosa Cordero

La mórbida negrura carbonizada en cerámica que da sustancia y latido al terso satén pétreo de las flores de ceibo que engarza en guirnaldas Carolina Antoniadis, se impone como el grado cero de un uso del color que, en esta muestra de cámara, es al mismo tiempo una estrategia de candente seducción pictórica y una herramienta de insinuaciones, alegorías y metáforas. La flor nacional ha perdido su sanguíneo rojo emblemático en una quemazón de noche cerrada, y se abre así todo un campo de sutiles alusiones que la artista infiltra como un virus crítico de discreta ironía en las galas de su habitual altura poética, donde la sugestión y el secreto siempre predominan por sobre cualquier opción más explícita.

Otros negros, en delicada amalgama con laqueados grises y dorados lujosos, le sirven a Antoniadis para transformar ambiguamente el delicado cuerpo físico y la epidermis gráfica de sus primorosos objetos, piezas inclasificables en el pequeño museo de la intimidad y el ensueño, exhibidos en vitrinas marcadas por el tiempo y el olvido, como mobiliarios gastados de antiguas mercerías.

Entre ellos, un descabezado torso de maniquí, como un calco pompeyano en azabache, redivivo en artefacto de vidriera, engalanado con una retícula dorada que lo cubre como una malla de gladiador, abre el campo semántico rumbo a la otra serie de pectorales, cita casi literal de los exhibidores para joyas que sintetizan y aplacan con eficaz neutralidad el sensual volumen del cuello y los senos. En ellos, Antoniadis cuelga como si fueran collares y diademas compuestos por mosaicos de color sus fruiciosos encadenamientos de policromática geometría, que replica y sobre los cuales insiste con dinámicas variaciones en sus personajes de borrada fisonomía, como una variante ciega y muda de retratos bizantinos.

Esta operación en apariencia simple hace que todo el conjunto funcione como una recolección de inconfesados, perturbadores fetiches bi y tridimensionales, joyas arbitrarias que, así como eventualmente aluden a la erótica del accesorio, se hacen inmediatamente inútiles apenas se los supone indirectas referencias de vestuario, y se proyectan altamente vibrantes como oropeles líricos de pura pintura, utilería de una liturgia pagana donde Antoniadis cambia el neceser por la caja de colores, y el tocador por el caballete.

Eduardo Stupía